sábado, 4 de julio de 2009

El Nacionalismo

Si en algo es tremendamente eficaz el virus romántico es en transformar ideas de progreso en auténticas patochadas. Ávido como está de empozañar el pensamiento con deseos de irracionalidad y magia consigue destruir toda idea racional, propiciando la aparición de los famosos monstruos que advertía Goya en su grabado sobre el sueño de la razón.
Una de sus víctimas ha sido la idea de nación. Un concepto incubado durante la Ilustración cuyo nacimiento data de 1789 cuando la "Nación Francesa" se autodesignó como soberana por encima del propio rey. Los ciudadanos y sus representantes asumían, al menos de forma teórica, la autoridad ejecutiva y el poder legislativo. Todo el Estado pasaba de estar al servicio del Rey y su poder absoluto al de la Nación y su poder democrático.
Por primera vez en la Historia el proceso de cambio iba a otorgar parte del poder estatal a los ciudadanos y no por privilegio o cesión real, sino por derecho propio. Este concepto de nación era progresista y transformador, un impulso hacia la modernidad.
Con la llegada de Napoleón y su posterior derrota el Antiguo Régimen volvió a apoderarse de Europa. Empezó entonces una pesadilla para todos aquellos ilustrados que habían puesto su esperanza en derrocar la sociedad estamental. Una pesadilla terrorífica y sangrienta. En todo el continente se desató la persecución de cualquier intelectual mínimamente progresista. La policía nacional de España tiene el triste honor de haber sido creada durante este período, que aquí se llamó “La década ominosa”.
Paralelamente a la represión de la ideología de progreso fue apareciendo una idea inofensiva y hasta agradable para el poder: El nacionalismo. Si la nación partía de un pacto democrático entre todos los ciudadanos, el nacionalismo creía ver las raíces del país en unos idealizados tiempos remotos. Tiempos heroicos en los que las damas suspiraban por sus caballeros y estos se sacrificaban por ellas y por la justicia.
El virus romántico encontró en los pensadores defraudados o en los inconformistas incapaces de organizarse, el caldo de cultivo donde crecer y parasitar los ideales democráticos. Empezaron a manifestarse poseídos por sentimientos patrióticos, a exaltar costumbres vetustas, a pensar en pasados gloriosos y, sobre todo, a sentir el espíritu del pueblo.
Si hasta entonces habían despreciado ciertas costumbres los campesinos por considerarlas supersticiosas, ahora las convertían en hermosas leyendas. Los bosques y caminos se llenaron de ridículos caminantes en busca de costumbres ancestrales para aprender a ser más alemanes, más franceses, más españoles o más catalanes que el resto de sus conciudadanos.
En lugar de preocuparse por las desigualdades y la injusticia rampante, los nacionalistas proponían la comunión espiritual de todos los habitantes del país. Así la nación, unida por fin, podría alcanzar la gloria eterna.
Como de la gloria ni se come ni se vive, los obreros y las clases medias sólo obtuvieron sufrimientos y penurias. Los poderosos, por su parte, vieron con muy buenos ojos esos movimientos de exaltación patriótica porque no ponían en duda su capacidad de liderazgo. Muy al contrario varios reyes y emperadores de mente estrecha e inteligencia escasa se vieron favorecidos al convertirse en símbolos andantes de esta nueva forma de nación.
Todos los países tienen monumentos a la irracionalidad y a la irrazonabilidad en forma de estatuas, cuadros, poemas y escritos patrióticos. Basta con ver un partido de futbol entre selecciones o entre clubs emblemáticos para darse cuenta de cuan infectado está el cerebro de algunas personas.
Inventar el espíritu de pueblo o de nación es una de las estupideces más graves que ha podido cometer el ser humano. Esta idea ha llevado a millones de personas a la tumba. No en vano el virus romántico es necrófilo.
No se si podremos librarnos alguna vez de esta pandemia, pero valdría la pena el esfuerzo, seguro que ha matado más gente que la que pueda matar el nuevo virus de la gripe A.