jueves, 5 de agosto de 2010

Las identidades estúpidas y el cambio social

Vaya por delante mi más absoluto respeto por las personas que deciden vestir con pantalones tejanos llenos de agujeros, camisetas ajustadas o cazadoras con tachuelas. Tampoco tengo nada contra los tatuados, los escarificados o los teñidos. A mí, personalmente, tanto me da si un tipo decide ponerse un pircing en la oreja, en los pezones o en la punta de su lápiz. Pero de ahí a aceptar que con su actitud están contribuyendo al progreso social va un abismo.

Han pasado ya cuarenta años desde los primeros movimientos contraculturales de amplia aceptación. Digo de amplia aceptación por que, hasta los años sesenta, los “alternativos” eran simplemente ignorados, cuando no marginados. Fue durante esta época cuando se empezó a forjar una idea altamente destructiva para cualquier movimiento de reforma o revolución social: La contracultura como transformación de la sociedad.

A grandes rasgos esta idea viene a decir: Si te vistes y te comportas de forma contraria a las costumbres de tus conciudadanos, conseguirás unir a tu causa a todos los descontentos, creándose así un movimiento social triunfante que desembocará en un cambio radical de la sociedad. Cultiva una identidad transgresora y contribuirás a mejorar la vida de la gente.

Pero el destino de los contraculturales, los que de verdad se lo creen, es siempre el mismo. O bien sucumben resignadamente al proceso domesticador y se convierten en ciudadanos ejemplares (o mucho más que ejemplares, como buenos conversos) o caen en la marginación más absoluta malmuriendo al cabo de los años.

Por que es muy difícil que el cambio social ansiado se de y se de siguiendo la propuesta de los “alternativos”. Como decía Marvin Harris hacia 1975 en su excelente libro divulgativo “vacas cerdos guerras y brujas”: “La Revolución no se consigue haciendo cada uno lo que le de la gana, sino haciendo precisamente lo que se debe hacer”. Esto, los contraculturales, no lo entendieron entonces ni lo entienden ahora.

Hippies, punkis, moods, new romantics, siniestros, heavys, teconopops y un largo etcétera lo han intentado y han fracasado rotundamente. Las mejoras sociales, ahora en cierto peligro precisamente por al idiotez en parte extendida por estas identidades, fueron el fruto de una lucha organizada cuyo objetivo eran las estructuras de producción y reproducción. Las movilizaciones amplias a favor de derechos como la sanidad o la educación si reportaron mejoras en la forma de vida de las personas. Ninguna contracultura consiguió nunca nada sólidos. Como máximo acompañó, puso color y banda sonora al movimiento reivindicativo, pero no lo lideró. Y cuando intentó hacerlo lo destruyó. Al ahuyentar a las personas normales, perdió apoyos y fuerzas, quedando reducido a un grupo de marginados.

Pero ¿Qué impulsa a una persona despierta y disconforme, preocupada por el progreso a asumir alguna de esas identidades? Creo que algo tiene que ver en esto el virus romántico.

Todos tenemos crisis existenciales, momentos de duda sobre lo que somos y lo que debemos hacer. A veces, durante estos trances, uno aborrece de la sociedad tal como está y aspira a cambiarla. Si la mente está sana lo normal es ofrecerse para contribuir a algún proyecto transformador serio o crear uno propio. Pero si su cerebro ha sufrido la infección romántica tiene muchas posibilidades de sucumbir al embrujo de una identidad estúpida. A nuestro amigo el virus romántico le encanta encauzar la energía de las personas hacia proyectos inútiles y, por suerte o por desgracia, hay muchos ejemplos a seguir. Cada vez más, diría yo. Al virus le importa un comino la identidad elegida, mientras sea del todo inocua e improductiva.

Así un individuo que en otras circunstancias contribuiría a la reforma o a la disolución de instituciones sociales injustas, se puede pasar cinco, diez o quince años perdiendo el tiempo de concierto en concierto, de comuna en comuna o de cibertechnoguerrilla en cibertechnogerrilla, para terminar muerto por sobredosis o convertido en un entusiasta seguidor de lo que antes aborrecía.

El virus romántico está detrás de estos fracasos existenciales, pero es la falta de alternativas reales lo que realmente contribuye a su expansión. Debemos crear movimientos de transformación capaces de animar a las personas disconformes y reconducir sus energías hacia objetivos sino racionales, al menos razonables. Política al fin y al cabo. Pero política de altos vuelos no este espectáculo gallináceo que cada dos por tres vemos en la tele.

La infección romántica es difícil de combatir. Es como la gripe, uno debe pasar el proceso. Se pueden, sin embargo reforzar las defensas del individuo si desde pequeño se le educa en la crítica y el sentido del humor. Dos armas cada vez más útiles frente a este tremendo virus.

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